La Atlántida

8 noviembre 2008

¿Ha existido esta isla misteriosa de la que Platón nos ha dejado la enigmática descripción? Cues-tión difícil de resolver, en vista de la pobreza de medios con que cuenta la ciencia para penetrar el secreto de las regiones abisales. Sin embargo, ciertas comprobaciones parecen dar la razón a los partidarios de la realidad de la Atlántida. En efecto, unos sondeos efectuados en el océano Atlántico han permitido remontar a la superficie fragmentos de lava cuya estructura prueba de manera irrefutable que ha cristalizado en el aire. Parece, pues, que los volcanes eyectores de esa lava se elevaban en otro tiempo en tierras aún no sumergidas. Se ha creído descubrir también un argumento propio para justificar el aserto de los sacerdotes egipcios y la narración de Platón, en la particularidad de que la flora de América central se muestra semejante a la de Portugal: las mismas especies vegetales, transmitidas por el suelo, indicarían una relación continental estrecha entre el viejo y el nuevo mundo. En cuanto a nosotros, nada vemos de imposible en que la Atlán-tida haya podido ocupar un lugar importante entre las regiones habitadas, ni que la civilización se haya desarrollado allí hasta alcanzar ese elevado grado que Dios parece haber fijado como tope del progreso humano. «No irás más lejos». Límite más allá del cual los síntomas de decadencia se manifiestan, la caída se acentúa hasta que la ruina se precipita por la súbita irrupción de un flagelo imprevisto.
La fe en la veracidad de las obras de Platón entraña la creencia en la realidad de los cataclismos periódicos, de los que el diluvio mosaico, como hemos dicho, constituye el símbolo escrito y el prototipo sagrado. A los negadores de la confidencia que los sacerdotes de Egipto hicieron a So-lón, tan sólo les pediremos tengan a bien explicarnos qué se propone revelar el maestro de Aris-tóteles con esta ficción de carácter siniestro. Pensamos, en efecto, que está fuera de dudas que Platón se ha convertido en el propagador de verdades muy antiguas y que, en consecuencia, sus libros encierran todo un conjunto, un cuerpo de conocimientos ocultos. Su número geométrico y su caverna tienen su significado; ¿por qué el mito de la Atlántida no habría de tener el suyo?
La Atlántida tuvo que correr la suerte común, y la catástrofe que la sumergió proviene, eviden-temente, de una causa idéntica a la que anegó, cuarenta y ocho siglos más tarde, bajo un profun-do manto de agua a Egipto, el Sahara y las regiones del África septentrional. Pero más favoreci-do que la tierra de los atlantes, Egipto se benefició de un levantamiento del fondo submarino y volvió a la luz tras cierto tiempo de inmersión. Argelia y Túnez, con su chotts o lagos de las re-giones meseteñas, desecados y tapizados con una espesa capa de sal, y el Sahara y Egipto, con su suelo constituido en su mayor parte por arena marina, demuestran que las olas invadieron y recu-brieron vastas extensiones del continente africano. Las columnas de los templos faraónicos pre-sentan huellas innegables de inmersión; en las salas hipóstilas, las losas aún existentes que for-man los techos, han sido levantadas y desplazadas por obra del movimiento oscilatorio de las olas; la desaparición del revestimiento exterior de las pirámides y, en general, la de las junturas de piedras (colosos de Memnón, que en otro tiempo cantaban); las huellas evidentes de corrosión por las aguas que se advierten en la esfinge de Gizeh, así como en muchas otras obras de la esta-tuaria egipcia, no tienen otro origen que el señalado. Es probable, por otra parte, que la casta sacerdotal no ignorase la suerte que le estaba reservada a su patria. Acaso sea ésta la razón por la que los hipogeos reales estaban profundamente excavados en la roca, y sus accesos, hermética-mente sellados. Tal vez pudiera, incluso, reconocerse el efecto de esta creencia en un diluvio futuro en la obligada travesía que el alma del difunto debía realizar tras su muerte corporal, y que justificaba la presencia, entre tantos otros símbolos, de esas barquitas aparejadas, flotillas a esca-la reducida que forman parte del mobiliario fúnebre de las momias dinásticas.
Sea como fuere, el texto de Ezequiel (1), que anuncia la desaparición de Egipto, es formal y no puede prestarse a equívoco alguno:
«Al apagar tu luz velaré los cielos y oscureceré las estrellas. Cubriré de nubes el sol, y la Luna no resplandecerá; todos los astros que brillan en los cielos se vestirán de luto por ti, y se extende-rán las tinieblas sobre la tierra, dice el Señor, Yavé. Llenaré de horror el corazón de muchos pue-blos cuando lleve al cautiverio a los tuyos, a tierras que no conocen; dejaré por ti atónitos a mu-chos pueblos y sus reyes, que temerán por sí cuando comience a volar a su vista contra ti, ni es-pada, al tiempo de tu ruina… Cuando tornaré en desierto la tierra de Egipto y asolaré cuanto la llena. Cuando heriré a todos cuantos la habitan, que sabrán que yo soy Yavé. »