La Luz y el holograma por el que estoy hecho (LOS ANALES AKASHICOS)

14 septiembre 2008

Aunque en los círculos teosóficos se sabe lo que se quiere significar cuando hablamos de anales akáshicos, la palabra es, en verdad, poco apropiada, pues si bien los anales se leen indudablemente en el Akasha, sin embargo, no pertenecen realmente a éste. Todavía peor sería el título alternativo «Anales de la luz astral», que se ha empleado algunas veces, porque estos anales se hallan mucho más allá del plano astral, y todo lo que en éste puede obtenerse, es tan sólo vislumbres interrumpidas de una especie de doble reflexión de los mismos, como pronto explicaremos. La palabra Akasha, como muchos otros de los términos teosóficos, se ha empleado muy libremente. En algunos de nuestros primeros libros era considerada como sinónimo de luz astral, y en otros se usaba para significar cualquier clase de materia invisible, desde Mulaprakriti hasta el éter físico. En libros posteriores su empleo se ha limitado a la materia del plano devachánico, y en este sentido es cómo pudiera hablarse de los anales como akáshicos; pues aunque originalmente no se construyen allí, como tampoco en el plano astral, es allí, sin embargo, donde primeramente se pone uno en contacto con ellos, y donde es posible hacer estudios provechosos con los mismos. Este asunto de los anales akáshicos no es en modo alguno una materia fácil de tratar, pues pertenece a la numerosa clase que requiere, para su perfecta comprensión, facultades de un orden muy superior a todas las que la humanidad ha desarrollado hasta ahora. La solución verdadera de sus problemas se encuentra en planos mucho más lejanos que los que nos es posible conocer hoy, y cualquier concepto que formemos del asunto tiene necesariamente que ser de lo más deficiente, puesto que no podemos considerarlo sino desde abajo en vez de desde arriba. Por tanto, la idea que de ello nos formemos, ha de ser solamente parcial, no obstante lo cual no nos inducirá a error, a menos que nos permitamos creer que el diminuto fragmento, que es todo lo que podemos percibir, es el todo perfecto. Si ponemos cuidado en que los conceptos que lleguemos a formar sean todo lo exactos que las circunstancias permitan, no tendremos nada que rectificar, si bien mucho que añadir, cuando, en el curso de nuestra marcha progresiva, adquiramos gradualmente superior sabiduría. Téngase, pues, bien entendido desde un principio, que una comprensión completa del asunto, es una absoluta imposibilidad en nuestro presente estado de evolución, y que surgirán muchos puntos sobre los cuales no es posible obtener una explicación exacta, aunque sea factible a veces sugerir analogías e indicar las líneas donde puede encontrarse una explicación. Tratemos, pues, de remontar nuestros pensamientos al principio de este sistema solar a que pertenecemos. Todos estamos familiarizados con la teoría astronómica ordinaria acerca de su origen, la que comúnmente se llama la teoría nebular, según la cual vino primero a la existencia como una gigantesca nebulosa inflamada, de un diámetro que excedía en mucho al de la órbita aun de los planetas más lejanos, y luego, a medida que en el curso de edades sin cuento, esta enorme esfera se enfrió gradualmente y se contrajo, formóse el sistema tal como lo conocemos. La ciencia oculta acepta esta teoría en sus líneas generales, como representación correcta del aspecto puramente físico de la evolución de nuestro sistema; pero añade que si limitamos nuestra atención sólo a este aspecto físico, tendremos una idea muy incompleta e incoherente de lo que realmente tuvo lugar. Principia por el postulado de que el Ser elevado que emprende la formación de un sistema (a quien algunas veces llamamos el Logos del sistema), forma primero en su mente un concepto completo de la totalidad del mismo con todas sus sucesivas cadenas. Por el acto mismo de tal concepción, llama a todo simultáneamente a la existencia objetiva en el plano de su pensamiento (plano, por supuesto, mucho más elevado que ninguno de los que tenemos conocimiento), desde el cual descienden, en el debido momento, los diversos globos, cualquiera que sea el estado más objetivo que les esté destinado. A menos que tengamos siempre presente el hecho de la existencia real de todo el sistema, desde el principio mismo, en un plano superior, nunca llegaremos a comprender debidamente la evolución física que vemos actuando aquí abajo. Pero el ocultismo enseña algo más que esto. Nos dice que no sólo este maravilloso sistema a que pertenecemos es llamado a la existencia por el Logos, tanto en los planos inferiores como en los superiores, sino que su relación con Él es aun más estrecha que esto, pues es absolutamente una parte de Él – una expresión parcial suya en el plano físico -, y que el movimiento y la energía de todo el sistema es su energía que actúa dentro de los límites de su aura. Por estupendo que sea este concepto, no debe parecer, sin embargo, increíble a aquellos de nosotros que hayan estudiado algo la cuestión del aura. Estamos familiarizados con la idea de que, a medida que una persona progresa en el Sendero, su cuerpo causal, que es el límite determinante de su aura, aumenta claramente de tamaño, así como en luminosidad y pureza de color. Muchos de vosotros sabéis por experiencia que el aura de un discípulo que ha adelantado considerablemente en el Sendero, es mucho mayor que la del que acaba de dar el primer paso en el mismo, mientras que tratándose de un Adepto, el tamaño proporcional es aun mucho más grande. En descripciones orientales, por completo exotéricas, leemos la inmensa extensión del aura Budha; creo que una de ellas le atribuye tres millas como límite; pero cualquiera que sea su amplitud, es evidente que esto es otro dato del hecho del extremadamente rápido crecimiento del cuerpo causal, a medida que el hombre avanza en su camino. No hay duda de que la rapidez de este desarrollo aumenta en progresión geométrica; de suerte que no debe sorprendernos el que se nos diga que hay Adepto de un nivel aun superior, cuyo aura es capaz de comprender el mundo entero; y desde esto podemos llevar nuestro pensamiento a concebir que haya un Ser tan elevado, que comprenda dentro de Sí Mismo todo el sistema solar. Y no debemos olvidar que por enorme que esto nos parezca, es como la más diminuta gota de agua en el océano sin límites del espacio. Así, pues, resulta literalmente verdad lo que antiguamente se decía del Logos – el cual tiene en Sí Mismo todas las capacidades y cualidades que nos sea posible atribuir al Dios más elevado que podamos concebir -, que «de Él, por Él y para Él son todas las cosas», y «en Él vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser». Ahora bien; si esto es así, claro es que todo lo que sucede en nuestro sistema sucede absolutamente dentro de la conciencia de su Logos, por lo que desde luego se ve que los verdaderos anales deben ser su memoria; además es evidente que cualquiera que sea el plano en que exista tal portentosa memoria, no puede menos de estar inmensamente por encima de todo cuanto conocemos, y por consiguiente, cualesquiera que sean los anales que nosotros podamos leer, deben ser sólo una reflexión de ese gran hecho dominante, proyectado en el medio más denso de los planos inferiores. En el plano astral es desde luego evidente que suceda así; que allí sólo existe una reflexión de otra reflexión, y sumamente imperfecta, pues los anales que pueden percibirse son muy fragmentarios y a menudo en extremo desnaturalizados. Sabemos cuán universalmente se usa el agua como símbolo de la luz astral; pero en este caso particular es de lo más apropiado. En la superficie del agua tranquila podemos distinguir un reflejo claro de los objetos que la rodean, lo mismo que en un espejo; pero a lo más es una reflexión, esto es, una representación de dos dimensiones de objetos de tres dimensiones, y por tanto, difiriendo en todas sus cualidades, excepto en el color, de lo que representa, y presentándose, además de esto, a la inversa. Pero si la superficie del agua es agitada por el viento, ¿qué vemos entonces? Siempre una reflexión, es verdad; pero tan truncada y torcida, que resulta por completo inútil y hasta contraproducente como guía respecto de la forma y verdadera apariencia de los objetos reflejados. Por un momento aquí y allá puede suceder que obtengamos una reflexión clara de una pequeña parte de la escena, de una hoja de un árbol, por ejemplo; pero se necesitaría mucho trabajo y considerable conocimiento de las leyes naturales, para formar algo que se parezca a un concepto verdadero del objeto reflejado, reuniendo un gran número de tales fragmentos aislados de una imagen del mismo. Ahora bien; en el plano astral no puede haber nunca nada que se parezca a lo que hemos imaginado como superficie tranquila, sino que, por el contrario, la que existe está siempre en rápido y alucinador movimiento; júzguese, pues, cuán poca confianza puede haber de alcanzar una reflexión clara y definida. Por esto, ningún clarividente, poseedor sólo de esta facultad en el plano astral, deberá confiar jamás en la exactitud de cuadro alguno del pasado que se le pueda presentar: acá o allá una parte de él puede ser exacta; pero no tiene medios para saber cuál es. Si está bajo la dirección de un maestro competente, puede, por medio de una educación larga y cuidadosa, aprender a distinguir las impresiones en que deba confiar, y construir con los truncados reflejos una imagen del objeto reflejado; pero ordinariamente, mucho antes de que llegue a dominar tales dificultades, desarrolla la vida devachánica, la cual hace innecesario semejante trabajo. En el plano devachánico, las condiciones son muy diferentes. Allí los anales son completos y exactos, siendo imposible cometer errores en su lectura. Si tres clarividentes que poseen los poderes del plano devachánico, acuerdan examinar determinado asunto, lo que cada cual vea será absolutamente la misma reflexión, y cada uno obtendrá una impresión correcta de la lectura. No quiere esto decir que cuando después comparen sus notas en el plano físico, concuerden exactamente. Bien sabido es que cuando tres personas presencian un suceso aquí abajo en el plano físico y se proponen anotarlo, sus descripciones difieren considerablemente, porque cada uno habrá observado especialmente aquella parte que más despertaba su interés, la cual pondrá de relieve, como rasgo principal del suceso, llegando hasta a ignorar a veces otros puntos que en realidad eran mucho más importantes. Ahora bien; en el caso de una observación en el plano devachánico, esta apreciación personal no afectaría de un modo apreciable las impresiones recibidas, porque haciéndose cada uno por completo cargo de todo el asunto, le será imposible ver sus partes fuera de la proporción debida; pero excepto en el caso de personas cuidadosamente educadas y experimentadas, este factor no entra en juego al transferir las impresiones a los planos inferiores. Está en la naturaleza de las cosas que sea imposible que cualquier relato en el plano físico de una visión o experiencia devachánica sea completa, puesto que las nueve décimas partes de lo que se ve y se siente allí, no puede ser expresado en modo alguno por palabras físicas; y desde el momento en que toda expresión tiene, por tanto, que ser parcial, es evidente que hay alguna posibilidad de selección en la parte que se exprese. Por esta razón es por lo que en todas nuestras investigaciones teosóficas de los últimos años, se ha puesto tan especial cuidado en comprobar constantemente el testimonio de los clarividentes, de suerte que nada que se funde en la visión de una sola persona se ha permitido que aparezca en nuestras publicaciones. Pero aun cuando la posibilidad de error por causa de este factor de la apreciación personal haya sido reducida al mínimum por medio de un sistema cuidadoso de comprobación, queda todavía la muy seria dificultad, inherente a la operación, de aportar las impresiones de un plano superior a otro inferior. Esto es algún tanto análogo a la dificultad que experimenta un pintor al tratar de reproducir un paisaje de tres dimensiones en una superficie plana, o sea prácticamente en dos dimensiones. Así como el artista necesita una educación larga y cuidadosa de la mano y el ojo antes de poder producir una representación satisfactoria de la naturaleza, así también el clarividente necesita una educación larga y sostenida antes de poder describir con exactitud en el plano inferior lo que ve en uno superior; al paso que la probabilidad de obtener de una persona inexperta una descripción exacta, es igual que obtener un paisaje perfectamente ejecutado de alguien que no hubiese aprendido nunca a dibujar. Debe también tenerse presente que el cuadro más perfecto es, en realidad, una reproducción infinitamente lejana de la escena que representa, pues no hay línea, ni ángulo que puedan ser nunca los mismos que los del objeto reproducido. Es sencillamente una tentativa muy ingeniosa la de hacer sobre uno solo de nuestros sentidos, por medio de líneas y colores trazados en una superficie plana, una impresión semejante a la que hubiéramos experimentado si hubiésemos tenido realmente ante nosotros la escena descrita. Excepto por una sugestión que depende por completo de nuestra experiencia previa, no puede apórtasenos nada de los rugidos del mar, del aroma de las flores, del gusto de la fruta o de la blandura o dureza de la superficie dibujada. De exacta e igual naturaleza, aunque en mayor grado, son las dificultades que experimenta el clarividente al intentar describir en el plano físico lo que ha visto en el astral; dificultades que se agravan extraordinariamente por el hecho de que en lugar de tener tan sólo que traer a la mente de sus oyentes conceptos que les son ya familiares, como sucede con el artista cuando pinta hombres, animales, árboles, etc., tiene que tratar, con los medios imperfectos de que dispone, de sugerirles conceptos que en la mayor parte de los casos son completamente nuevos para ellos. No será, pues, nada sorprendente que, por más vívidas e impresionantes que parezcan sus descripciones a su auditorio, haya él mismo de sentir su completa deficiencia, y ver que sus mayores esfuerzos han fracasado totalmente al presentar una idea de la realidad de lo que ha visto. Y debemos también tener presente que en el caso del relato que se hace en el plano físico de los anales que se lean en el plano devachánico, esta difícil operación de transferencia de lo superior a lo inferior, no se ha verificado una vez, sino dos, puesto que la memoria se ha traído a través del plano astral. Aun en el caso de que el investigador posea la ventaja de haber desarrollado sus facultades devachánicas, de tal suerte que las pueda poner en actividad en el estado de vigilia en el cuerpo físico, se ve sin embargo, cohibido por la incapacidad absoluta del lenguaje físico para expresar lo que ve. Trátese, por un momento, de comprender bien lo que se llama la cuarta dimensión. Es muy fácil pensar en nuestras tres dimensiones – imaginar en nuestra mente el largo, ancho y alto de cualquier objeto – y ver que cada una de ellas está expresada por una línea en ángulo recto con las otras dos. La idea de la cuarta dimensión implica la posibilidad de trazar una cuarta línea en ángulo recto con las tres que hoy existen. Ahora bien; a la mente ordinaria le es imposible entender esta idea, aunque unos pocos que han hecho de este asunto un estudio especial, han llegado gradualmente a comprender una o dos figuras simples de cuatro dimensiones. Sin embargo, no tienen palabras en el lenguaje corriente para llevar un concepto de estas figuras a la mente de otro, y si cualquier lector que no se haya ejercitado especialmente en el asunto trata de concebir una forma semejante, sus esfuerzos resultarán por completo inútiles. Ahora bien; el expresar una de estas formas claramente en palabras físicas sería, como efecto, describir exactamente un objeto del plano astral; pero al examinar los anales en el plano devachánico, tendremos que hacer frente a la mayor dificultad de una quinta dimensión. De suerte que la imposibilidad de explicar por completo estos anales es evidente aun para el observador más superficial. Hemos calificado los anales como la memoria del Logos; sin embargo, son mucho más que memoria en el sentido ordinario de la palabra. Por más imposible que sea el imaginarse cómo aparecen estos cuadros desde el punto de vista del Logos, no obstante, sabemos que a medida que nos elevamos más y más, nos aproximamos también gradualmente a la verdadera memoria, nos acercamos por grados a ver como Él ve, por cuya razón tiene gran importancia, en lo que a estos anales se refiere, la experiencia del clarividente en el plano búddhico, el más elevado que la conciencia puede alcanzar hasta llegar al nivel de los Arhats. Ya aquí no se halla limitado por el tiempo ni el espacio; ya no necesita, como en el plano devachánico, pasar revista a una serie de sucesos, pues el pasado, el presente y el porvenir están igual y simultáneamente presentes para él. En efecto; a pesar de hallarse este plano, por elevado que sea, infinitamente por debajo de la conciencia del Logos, es, sin embargo, de toda evidencia, por lo que en este plano vemos, que los anales deben ser para Él mucho más de lo que llamamos memoria; pues todo lo que ha sucedido en el pasado y todo lo que sucederá en el porvenir, está sucediendo ahora ante su ojos, exactamente como los sucesos de lo que llamamos el presente. Por totalmente increíble y absolutamente incomprensible que esto sea, para nuestra limitada inteligencia, es, no obstante, una verdad absoluta Naturalmente, no es de esperar que en nuestro actual estado de conocimiento, lleguemos a comprender cómo se produce semejante maravilloso resultado, y el esforzarnos en dar una explicación, seria envolvernos en una nube de palabras de la que no resultaría nada claro. Sin embargo, se me ocurre cierto género de pensamientos que quizá pueda sugerir la dirección en que la explicación puede hallarse; y cualquier cosa que nos auxilie a comprender la posibilidad de tan sorprendente declaración, le será una ayuda para dar mayor amplitud a nuestra mente. Recuerdo que hace ya bastantes años leí un curiosísimo librito llamado, según creo, Las Estrellas y la Tierra, cuyo objeto era demostrar la posibilidad científica de que la mente de Dios pueda abarcar simultáneamente el pasado y el presente. Sus argumentos me impresionaron entonces como verdaderamente ingeniosos, y trataré de hacer un resumen de los mismos, porque creo que son bastante sugestivos con respecto al asunto en que nos ocupamos. Cuando vemos alguna cosa, ya sea el libro que tenemos en la mano, o una estrella a millones de millas de distancia, lo hacemos por medio de una vibración del éter, llamada comúnmente un rayo de luz, que pasa desde el objeto que se ve a nuestros ojos. Ahora bien: la velocidad con que se transmite la vibración es tan grande – cosa de 300.000 Km. por segundo -, que cuando vemos cualquier objeto en nuestro mundo, podemos considerarlo como prácticamente instantáneo; pero cuando entramos a tratar de distancias interplanetarias, ya tenemos que tomar en consideración la velocidad de la luz, porque para atravesar estos espacios transcurren períodos apreciables. Por ejemplo: la luz tarda ocho minutos y un cuarto en pasar desde el Sol hasta nosotros, de suerte que cuando miramos a la órbita del Sol, la vemos por medio de un rayo de luz que la abandonó más de ocho minutos antes. De esto se sigue un resultado muy curioso. El rayo de luz por medio del cual vemos el Sol, nos trae sólo lo que ocurre en aquel orbe en el momento de su partida, sin que en modo alguno haya sido afectado por nada de lo que después haya sucedido; de manera que en realidad no vemos al Sol tal cual es, sino lo que era hace ocho minutos. Si tiene lugar en el Sol cualquier cosa importante, como por ejemplo la formación de una nueva mancha, un astrónomo que estuviese en aquel momento observando el Sol a través de un telescopio, ignoraría por completo el incidente en el momento en que se realizara, toda vez que el rayo de luz que trajera la noticia no llegaría a él hasta ocho minutos más tarde. Esta diferencia es más sorprendente cuando se trata de las estrellas fijas, a causa de sus distancias inmensamente mayores. La estrella Polar, por ejemplo, está tan distante, que la luz, viajando con la velocidad inconcebible antes mencionada, tarde un poco más de cincuenta años para llegar a nuestros ojos; de lo que se deduce, inevitablemente, que no vemos la estrella Polar donde está y lo que es en este momento, sino donde estaba y como era hace cincuenta años. Más aún: si mañana, a causa de alguna catástrofe saltase en mil pedazos la estrella Polar, la seguiríamos viendo brillar tranquilamente en el firmamento durante el resto de nuestra vida; nuestros hijos alcanzarían la edad viril, y a su vez se verían rodeados de hijos antes que la noticia de tan tremendo accidente llegase a la vista humana. Existen también otras estrellas tan distantes, que su luz tarda millares de años en llegar hasta nosotros; por lo que, respecto a su estado, nuestras noticias están anticuadas en miles de años. Adelantemos ahora un paso más en nuestro argumento. Supongamos que nos fuera posible colocar a un hombre a 186.000 millas de distancia de la Tierra, dotándole de la maravillosa facultad de ver todas las cosas que aquí se sucedían con la misma claridad que si se hallara a nuestro lado. Es evidente que el hombre colocado a tal distancia vería todo un segundo después del instante en que tuvo lugar. Doblad la distancia y su retraso sería de dos segundos, y así sucesivamente; colóquesele a la distancia del Sol (pero conservándole siempre el mismo poder misterioso de tal vista), y al mirarnos no vería lo que estamos haciendo, sino lo que estábamos haciendo hace ocho minutos y cuarto. Llévesele a la estrella Polar, y ante sus ojos pasarían los sucesos de hace cincuenta años; contemplaría los juegos infantiles de los que en aquel momento eran hombres de edad madura. Por maravilloso que esto parezca, es literal y científicamente verdad, y no puede negarse. Mi librito continuaba argumentando con bastante lógica, que siendo Dios todopoderoso, debe poseer el maravilloso poder de visión que hemos supuesto a nuestro observador; y que siendo además omnipresente, tiene que encontrarse en todas las estaciones que hemos mencionado, así como en todos los puntos intermedios, y no sucesiva, sino simultáneamente. Admitiendo, pues, tales premisas, se deduce por modo inevitable que todo lo que ha sucedido desde el principio mismo del mundo, debe necesariamente estar sucediendo en cada momento a los ojos de Dios, no como una simple memoria, sino como hecho que se realiza. Todo esto es bastante materialista, y está en el plano de la ciencia puramente física, y por tanto, debemos tener la seguridad de que no es el modo como actúa la memoria del Logos; sin embargo como he dicho antes, no carece de utilidad, porque nos hace vislumbrar algunas posibilidades que de otro modo no se nos ocurrirían. Pero aun cuando de un modo vago podemos comprender la idea de que todo el pasado puede estar simultánea y activamente presente en una conciencia lo bastante elevada para ello, nos hallamos frente a una dificultad mucho mayor cuando tratamos de entender de que modo puede estar el porvenir comprendido en esta conciencia . Si pudiéramos creer en la doctrina mahometana del kismet o en la teoría calvinista de la predestinación, el concepto sería hasta fácil; pero sabiendo, como sabemos, que ninguna de las dos es verdad, tenemos que buscar alguna otra hipótesis más aceptable . Puede haber todavía mucha gente que niegue la posibilidad de la previsión, pero semejante negativa demuestra simplemente su ignorancia de las pruebas que existen sobre el asunto. Un gran número de casos auténticos no permiten dudar del hecho, pero muchos de ellos son de tal naturaleza que hacen muy difícil encontrar una explicación racional, Es evidente que el Ego posee cierta dosis de la facultad de previsión, y si los sucesos previstos fueran siempre de gran importancia, podría suponerse que un estímulo extraordinario le permitía cada vez hacer una impresión clara de lo que veía sobre su personalidad inferior. Esta es, sin duda alguna, la explicación de muchos de los casos en los que se ha previsto la muerte o graves desastres; pero se conoce un gran número de ejemplos en que tal explicación no resulta adecuada, puesto que los sucesos previstos son con frecuencia excesivamente triviales y sin importancia, Una historia de segunda vista, bien conocida en Escocia, ilustrará lo que acabo de decir. Un hombre que no creía en lo oculto, fue avisado por un montañés vidente de la próxima muerte de un vecino suyo. La profecía fue comunicada con mucha riqueza de detalles, incluyendo una descripción completa de los funerales, con los nombres de los portadores de las cintas del paño mortuorio, y de otras personas que estarían presentes. Parece que el oyente se rió de toda la historia, olvidándola en seguida; pero la muerte de su vecino, en el tiempo predicho, le recordó el aviso, y determinó falsificar la predicción, por lo menos en parte, siendo él uno de los portadores de las cintas. Pudo conseguir que las cosas se arreglaran a su gusto; pero en el momento en que el entierro se iba a poner en marcha, le llamaron para un asunto de poca importancia, que sólo le retuvo uno o dos minutos. Al volver a toda prisa a ocupar su puesto, vio con sorpresa que la procesión se había cumplido exactamente, porque los cuatro portadores de las cintas eran los que habían sido indicados en la visión. Ahora bien; éste fue un asunto insignificante, sin importancia para nadie, definidamente predicho meses antes; pero aun cuando se ha tratado de alterar en algún detalle, el intento ha fracasado por completo. Ciertamente que esto se parece mucho a la predestinación, hasta en los más pequeños pormenores, y sólo examinando esta cuestión desde planos superiores, es cómo podremos encontrar el modo de escapar a esta teoría. Por supuesto, como he dicho antes acerca de otro aspecto del asunto, la explicación completa se nos escapa todavía, y es evidente que seguirá sucediendo lo mismo hasta que nuestro conocimiento sea infinitamente superior a lo que es ahora; y lo más a que podemos aspirar al presente, es a indicar la senda en la cual puede hallarse alguna explicación. No hay duda alguna de que así como lo que está sucediendo actualmente es el resultado de causas generales en el pasado, así también lo que suceda en el porvenir será el resultado de causas ya en actividad, Aun aquí abajo podemos calcular que si se ejecutan ciertos actos, se seguirán determinados resultados; pero nuestro cálculo está sujeto a ser desbaratado por la ingerencia de factores que no se habían tenido en cuenta. Pero si elevamos nuestra conciencia al plano devachánico, podremos ver mucho más lejos en los resultados de nuestras acciones. Podemos seguir, por ejemplo, el efecto de una palabra casual, no sólo en la persona a quien haya sido dirigida, sino también, mediante ella, en muchas otras personas al extenderse la influencia en círculos cada vez mayores, hasta que parece que afecta al país entero; y una sola vislumbre de semejante visión es mucho más eficaz que cualquier número de preceptos morales, para imprimir en nosotros la necesidad de una extrema circunspección en pensamientos, palabras y hechos. No sólo podemos, desde este plano, ver de un modo tan completo el resultado de cada acto, sino que también podemos ver dónde y de qué modo intervienen los efectos de otros actos, aparentemente sin relación alguna con aquel, y lo modifican. En efecto; puede decirse que el resultado de todas las causas en acción en la actualidad, son claramente visibles; que el porvenir, tal como sería si no se originasen causas completamente nuevas, hallase abierto ante nuestra mirada. Nuevas causas, por supuesto, se originan, porque la voluntad del hombre es libre; pero en el caso de la gente vulgar, puede calcularse de antemano el uso que hará de su libertad con gran exactitud. El hombre común tiene tan poca voluntad verdadera, que depende en gran parte de las circunstancias; su karma anterior le coloca en determinado medio ambiente, cuya influencia sobre él es de tal modo el factor más principal en la historia de su vida, que su carrera futura pudiera predecirse casi con certeza matemática. Respecto al hombre desarrollado, el caso es distinto; para él, también los principales hechos de su vida están determinados por su karma pasado, pero el modo con que él permitirá que le afecten, y cómo los tratará y hasta triunfará de ellos, es todo cosa suya, y no pueden predecirse en el plano devachánico sino como probabilidades. Pero puede preguntarse: ¿cómo es posible, en medio de esta perturbadora confusión de anales del pasado y previsiones del porvenir, encontrar determinado cuadro cuando se necesita? Desde luego es un hecho que el clarividente no experto no puede generalmente hacerlo sin un lazo especial que lo ponga en relación con el asunto requerido. La psicometría es un ejemplo en este punto, y es muy probable que nuestra memoria ordinaria sea realmente sólo otra presentación de la misma idea. Parece como si hubiera una especie de lazo magnético o afinidad entre cualquier partícula de materia y los anales que contienen su historia; una afinidad que le permite obrar como una especie de conductor entre esos anales y las facultades de cualquiera que pueda leerlos. Por ejemplo: una vez traje yo de Stonehenge un pedacito de piedra, no mayor que la cabeza de un alfiler, y al ponerlo en un sobre y dárselo a una psicómetra que no tenía idea alguna de lo que era, ésta empezó inmediatamente a describir aquellas ruinas maravillosas y el desierto país que las rodea, y luego prosiguió describiendo de modo vívido lo que evidentemente eran escenas de su historia primitiva, demostrando que aquel diminuto fragmento había sido suficiente para ponerla en comunicación con los anales relacionados con el lugar de donde procedía. Las escenas por las que pasamos en el transcurso de nuestra vida, parece que obran del mismo modo sobre las células de nuestro cerebro, como sucedió con la historia de Stonehenge sobre aquella partícula de piedra; establecen una relación con aquellas células, por cuyo medio nuestra mente se pone en relación con aquella parte particular de los anales, y así nos «acordamos» de lo que hemos visto. Hasta el clarividente experto necesita algún lazo para poder encontrar los anales de un suceso para él ignorado. Si, por ejemplo, desease observar el desembarco de Julio César en las costas de Inglaterra, tiene varias maneras de intentarlo. Si acaso hubiese visitado la escena del suceso, el modo más sencillo sería evocar la imagen del lugar, y luego recorrer sus anales hasta llegar al período deseado. Si no hubiese visto el sitio, podía recorrer el tiempo pasado hasta la fecha del suceso, y luego buscar en el canal una flota de barcos romanos, o podía examinar los anales de la vida romana por aquella época, en donde no tendría dificultad en encontrar una figura tan prominente como la de César, o en seguirle la pista una vez que lo hubiera encontrado en sus guerras de las Galias, hasta que puso el pie en Bretaña. La gente pregunta a menudo acerca del aspecto de estos anales, si aparecen cerca o lejos de la vista, si las figuras de ellos son grandes o pequeñas, si los cuadros se suceden unos a otros como en un panorama, o se confunden uno con otro como vistas disolventes, etc. Sólo puede contestarse que su apariencia varía hasta cierto punto con arreglo a las condiciones en que se les ve. En el plano astral, la reflexión es casi siempre un simple cuadro, aunque a veces las figuras que se ven están dotadas de movimiento; en este caso, en vez de una mera ráfaga, ha tenido lugar una reflexión más larga y perfecta. En el plano devachánico tienen dos aspectos muy diferentes. Cuando el visitante de este plano no está pensando en modo alguno acerca de ellos, los anales constituyen simplemente el fondo de lo que quiera que esté pasando, lo mismo que la reflexión en un espejo colocado en el extremo de una habitación, puede formar un fondo a la vista de la gente que en ella esté. Debe siempre tenerse presente que en estas condiciones son meras reflexiones de la incesante actividad de una gran Conciencia de un plano más elevado, y tienen mucho la apariencia de una sucesión sin fin, tal y como vemos en las películas de cine. No se funden unos con otros como las vistas disolventes, ni es una serie de cuadros que se suceden, sino que la acción de las figuras reflejadas continúa constantemente, como si uno estuviera observando a los actores en un escenario lejano. Pero si el investigador fija su atención especialmente en una escena dada, o desea evocarla ante sí, se verifica inmediatamente un cambio extraordinario; pues siendo éste el plano del pensamiento, el pensar en una cosa es ponerla instantáneamente en presencia de uno. Por ejemplo: si un hombre quiere ver los anales del suceso a que nos hemos referido antes – el desembarco de Julio César -, se encuentra en el mismo momento, no mirando un cuadro, sino en la orilla del mar en medio de los legionarios, desarrollándose la escena en torno suyo exactamente bajo todos aspectos, como si hubiese estado allí presente corporalmente aquella mañana de otoño del año 55 antes de Cristo. Dado que lo que ve es una reflexión, los actores están, por supuesto, completamente inconscientes de su persona, así como tampoco ningún esfuerzo de su parte puede cambiar el curso de la escena en lo más mínimo, excepto solamente que puede dirigir la rapidez con que el drama se despliega antes sus ojos; puede hacer que los sucesos de todo un año pasen ante él en el transcurso de una hora, o puede en cualquier momento detener totalmente el movimiento, y mantener cualquier escena particular en la inmovilidad de un cuadro por el tiempo que quiera. Y no sólo observa lo que hubiese visto si hubiese estado allí presente, sino mucho más. Oye y comprende todo lo que la gente dice, y penetra todos sus pensamientos y motivos; y una de las posibilidades más interesantes de las muchas de que dispone el que haya aprendido a leer los anales, es el estudio del pensamiento de las edades del remoto pasado, el pensamiento de los hombres de las cavernas y de los moradores de los lagos, así como el que regía la poderosa civilización de los Atlantes, de Egipto o de Caldea. De qué manera se abren ante tal estudiante las perspectivas del pasado – no sólo la historia de todos los grandes hechos del hombre, sino también del proceso de la naturaleza, de la vida caótica extraña de las primeras rondas -, sólo podemos indicarlo aquí ligeramente; pero el lector comprenderá fácilmente que campo ilimitado se abre aquí para el investigador paciente. En un caso especial puede haber para el lector de estos anales un lazo de simpatía aun más estrecho con el pasado. Si en el curso de estas investigaciones tiene que observar algunas escenas, en las cuales él mismo ha intervenido en vidas anteriores, puede examinarlas de dos modos: puede mirarlas del modo usual como un espectador (aunque siempre, téngase presente, cuya penetración y simpatías son perfectas), o puede nuevamente identificarse con aquella personalidad suya, muerta hace tanto tiempo; puede retornar por el momento a aquella vida del pasado, y experimentar otra vez absolutamente los mismos pensamientos y emociones; las alegrías y los dolores de un pasado prehistórico. No puede concebirse aventura alguna más extraña y vívida que algunas de esas por las cuales puede pasar de este modo; sin embargo, en medio de todo el proceso, no debe nunca perder la conciencia de su individualidad: debe conservar el poder de tornar a voluntad a su presente personalidad. La exacta lectura de los anales, ya sean del propio pasado de uno o del de otros, no debe, sin embargo, suponerse como un hecho factible para nadie, sin una educación cuidadosa previa. Como ya se ha dicho, aunque en el plano astral pueden obtenerse reflexiones ocasionales, es necesario el poder de usar el sentido devachánico antes de que se lleguen a obtener lecturas en que se pueda confiar. A la verdad, para reducir a su mínima expresión la posibilidad del error, este sentido tiene que estar por completo dominado por el investigador en el estado de vigilia en el cuerpo físico; y para adquirir esta facultad, se requieren años de labor incesante y de la más rígida propia disciplina. Mucha gente parece que cree que tan pronto ha firmado su solicitud e ingresado en la Sociedad Teosófica, va a recordar por lo menos tres o cuatro de sus vidas pasadas; verdaderamente, hay algunos que pronto empiezan a imaginarse recuerdos. Actualmente hay, según creo, cuatro personas perfectamente seguras de que en su última encarnación fueron: María, reina de los escoceses (el porqué María Estuardo es tan frecuentemente elegida, no está muy claro, considerando el carácter que la historia le atribuye; pero tal es el hecho); dos que fueron Cleopatra (otro antepasado no muy deseable ciertamente); y varios que fueron ¡Julio César!. Por supuesto, tan extravagantes pretensiones hacen recaer simplemente el descrédito sobre aquellos que son tan necios que no vacilan en expresarlas; pero, por desgracia, una parte de este descrédito es posible que se refleje, por injusto que sea, sobre la Sociedad a que pertenecen; de suerte que un hombre que siente bullir en sí la convicción de que ha sido Homero o Shakespeare, haría bien en reflexionar y aplicar pruebas de sentido común en el plano físico, antes de dar la noticia al mundo. Es mucha verdad que algunas personas han tenido en sueños vislumbres de escenas de vidas pasadas; pero naturalmente éstas son, por lo general, fragmentarias y de poca confianza. Yo mismo he tenido en mi juventud una experiencia de esta naturaleza. Entre mis sueños observé que había uno que se repetía constantemente: un sueño de una casa con un pórtico que daba a una hermosísima bahía no lejos de una colina, en cuya cima se elevaba un bello edificio. Yo conocía aquella casa perfectamente, y estaba tan familiarizado con la disposición de sus habitaciones y con la vista que se percibía desde su puerta, como lo estaba con las de mi propia casa en la vida presente. En aquel tiempo no sabía nada acerca de la reencarnación, de manera que sólo me parecía una simple coincidencia el que este sueño se repitiese tan a menudo; y sólo después de algún tiempo de haber ingresado en la Sociedad Teosófica fue cuando, enseñándome uno, que sabía, escenas de mis pasadas encarnaciones, descubrí que este sueño persistente había sido en realidad un recuerdo parcial, y que la casa que tan bien conocía, era una en que yo había nacido hacía más de dos mil años. Pero aun cuando conocen varios casos en los que una escena que se recuerda bien, ha pasado así de una vida a otra, es necesario un desarrollo considerable de las facultades ocultas, antes de que el investigador pueda seguir definitivamente una línea de encarnaciones, ya sean suyas o de otros. Esto se hace claro si tenemos presentes las condiciones del problema que hay que resolver. Para seguir a una persona desde esta vida a la que le ha precedido, es necesario, en primer término, rastrear su vida presente hacia atrás hasta su nacimiento, y luego seguir en sentido contrario las etapas del descenso del ego a la encarnación. Esto nos llevaría, por supuesto, eventualmente al estado del ego en su propio plano: el nivel Arupa del Devachán; así se verá que, para ejecutar tal tarea de modo eficaz, el investigador debe poder usar del sentido correspondiente a aquel elevado nivel en estado de vigilia en su cuerpo físico; en otras palabras: su conciencia tiene que reconcentrarse en el mismo ego que se reencarna, y no ya en la personalidad inferior. En este caso, al ser despertada, la memoria del ego, sus pasadas encarnaciones se le aparecerán como un libro abierto, y podría, si quisiera, examinar el estado de otro ego en aquel nivel, y seguir su vida pasada en los planos devachánico y astral que a aquel conducían, hasta llegar a la última muerte física de este ego, y por medio de ésta a su vida anterior. No hay más que este modo por medio del cual la cadena de vidas puede seguirse con seguridad absoluta, y por consiguiente podemos desde luego considerar como impostores conscientes o inconscientes a los que se anuncian que pueden averiguar las encarnaciones pasadas de cualquiera, a tantos chelines por cabeza. Por demás está decir que el ocultista verdadero no hace nada público, y que jamás en ninguna circunstancia, acepta dinero por exhibir sus poderes. Seguramente que el estudiante que desee obtener el poder de seguir una línea de encarnaciones, puede verificarlo, aprendiendo con un maestro competente lo que hay que hacer. Ha habido algunos que persistentemente han asegurado que sólo era necesario que un hombre fuese bueno, abnegado y fraternal, para que toda la sabiduría de las edades afluyese a él; pero un poco de sentido común mostrará en seguida lo absurdo de semejante asunto. Por bueno que sea un chico, si quiere aprender a multiplicar, tiene que dedicarse a ello; y exactamente sucede lo mismo con la capacidad de emplear las facultades espirituales. Las facultades en sí se manifestarán, indudablemente, a medida que el hombre evoluciona; pero sólo puede aprender a usar de ellas con confianza y sacar el mejor partido posible, por medio de un trabajo duro y de un esfuerzo perseverante. Considérese el caso de los que desean ayudar a otros, mientras se hallan en el plano astral durante el sueño; es evidente que mientras más conocimientos posean aquí, más valiosos serán sus servicios en aquel plano superior. Por ejemplo, el conocimiento de idiomas les seria útil, pues aun cuando en el plano devachánico se puede comprender directamente por la transmisión del pensamiento cualquiera que sea el idioma, no sucede lo mismo en el plano astral, y el pensamiento tiene que ser formulado definidamente en palabras para ser comprendido. Si, por lo tanto, se desea ayudar a un hombre en aquel plano, se debe tener algún lenguaje en común, por medio del cual se pueda comunicar con él, y por consiguiente, mientras más idiomas se conocen, más se puede extender el radio de acción. En una palabra: no existen quizá ninguna clase de conocimiento que no sea utilizable en la obra del ocultista. Sería conveniente para todos los estudiantes el no olvidar que el Ocultismo es la apoteosis del sentido común; que las visiones que se les presentan no son necesariamente un cuadro de los Anales Akáshicos, ni cada experiencia una revelación de lo alto. Es mucho mejor errar por el lado del saludable escepticismo que por el de la excesiva credulidad, siendo una regla admirable no andar buscando explicaciones ocultas a cualquier cosa cuando una evidente física fuese bastante. Nuestro deber es tratar de conservar siempre nuestro equilibrio, y no perder el dominio propio, considerando las cosas que puedan sucedernos con razón sana y buen sentido; de este modo seremos mejores teosofistas, ocultistas más sabios y auxiliares más eficaces que lo que hemos sido antes.